Ziwacaitzintli, la casita de mujeres: un lugar para volver a
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Ziwacaitzintli, la casita de mujeres: un lugar para volver a empezar

Una mujer a quien su esposo amenazó durante años con asesinarla y hasta afilaba el machete con el que supuestamente lo haría; una niña a la que su papá violó varias veces; una joven migrante secuestrada y torturada. Todas tienen algo en común: encontraron la paz en “La Casita de Mujeres”, Ziwacaitzintli.
La casa – refugio, a donde llegaron ellas y muchas otras mujeres que vivieron violencia de género en Veracruz, forma parte de los trabajos del Colectivo Feminista Cihuatlahtolli.
“Al estar trabajando con mujeres la cuestión del apoyo, situaciones de violencia, empezamos a enfrentar un problema que muchas mujeres nos decían ‘no tengo a donde ir’, entonces ese problema nos quedábamos, pues qué hacemos”, comentó María de la Cruz Jaimes García, presidenta del Colectivo.
Hace 15 años el colectivo notó que muchas mujeres no terminaban con las agresiones que vivían porque no tenían un lugar dónde vivir o dónde refugiarse lejos de su agresor.
Entonces María de la Cruz le pidió a su mamá la oportunidad de alojar a una en un cuartito que tenían en su casa; luego a otra, a otra y a otra, hasta que vieron que era necesario crear un lugar especial donde darles todo lo necesario para vivir temporalmente.
Así comenzaron una casa, cuya ubicación se debe reservar y que ha servido de hogar a más de 700 mujeres.
Frenar los feminicidios
Hasta allí llegó Paula (que no es su nombre real), una mujer a quien su esposo golpeó y amenazó con matar.
Ella tenía a sus papás, sus tías, vecinas y amigas, pero si volvía a cualquiera de esas casas un día su expareja la podía encontrar y cumplir su amenaza.
En su familia la violencia contra las mujeres se había normalizado por lo que aunque su exesposo no la buscara, su familia podía decirle dónde se encontraba.
“Su papá (de Paula) estuvo preso porque asesinó a una mujer con la que andaba (…) el papá ¿qué me va a decir? Que me regrese; lo que hicimos es que se quedara aquí”, contó María de la Cruz.
En su experiencia, en algunos casos los lugares a donde pueden acudir las mujeres en busca de ayuda son conocidos por el agresor y en otros no cuentan con quien les brinde apoyo.
“Muchas de las mujeres no cuentan con ese apoyo, no cuentan con quien quiera apoyarlas; la violencia del agresor cierra esas posibilidades porque dice las personas yo la puedo tener en mi casa, es mi hija, es mi hermana, pero él sabe dónde vivo, él sabe dónde está mi casa, él a donde la va a buscar es aquí, entonces se tiene que evitar que la mujer siga esta situación de violencia”, sentenció.
En el refugio, según los estándares internacionales, las mujeres solamente pueden estar tres meses mientras encuentran dónde vivir, pero el Colectivo a veces rompe las reglas y extiende la estancia, como en el caso de Paula.
“Ella, como no era de acá, entró a trabajar en una tortillería para ahorrar dinero (…) cuando pudo se rentó un cuartito y se fue a vivir con su niña”, narró.
Una medida por ley
De acuerdo con la Ley de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, un refugio es el sitio donde viven las mujeres y sus hijas o hijos para que estén seguras y se recuperen física y psicológicamente de la violencia.
Aunque es un derecho, en el estado de Veracruz no existe ninguno que sea operado por el gobierno estatal y solamente hay dos manejados por colectivos de mujeres.
Desde el sexenio pasado se anunció la creación del refugio operado por la institución gubernamental, pero nunca se hizo. En este gobierno se comenzó la construcción y se dijo comenzaría a operar en junio, pero no se contemplaron los recursos para el funcionamiento.
Según la directora del Instituto Veracruzano de las Mujeres, Yolanda Olivares Pérez, se requieren 13 millones de pesos al año para operar el refugio, por lo que es necesario que el Congreso entregue cuando menos la mitad para poder abrirlo el segundo semestre de este año.
“Serían como 8 millones para operarlo de junio a diciembre (…) (se solicitó al) Gobierno del Estado para que se haga la ampliación en el Congreso”, indicó.
La funcionaria afirmó que tan solo durante este año hubo dos casos de mujeres que necesitaban el refugio, pero al no existir las enviaron a un hotel.
En el hotel, a diferencia de un refugio diseñado para ello, no cuentan con todas las medidas de seguridad.
María de la Cruz señaló que en la Casa de Mujeres no se permiten los celulares ni salir a la calle y solamente una persona puede visitarlas, para evitar riesgos.
“Tienen que estar en atención psicológica, dudas jurídicas que tengan la licenciada les explica, les clarifica; si necesitan atención médica también les canalizamos, las llevamos en el hospital, si vienen en una situación de crisis emocional, las atendemos en ese momento”, indicó.
Jairo Guarneros Sosa, integrante del Colectivo Feminista, señaló que las mujeres llegan porque otra les dijo que ellos la pueden ayudar, alguna asociación los recomendó o inclusive porque instituciones públicas como la Fiscalía General del Estado les pide que le brinden el apoyo.
Volver a empezar
Ella llegó a Ziwacaitzintli cuando sobrevivió a cuatro golpes de un machete con el que su pareja intentó matarla.
Sus hijos, dos niños pequeños, despertaron justo a tiempo para salvarla de la muerte. Uno se tiró encima del “borracho”, como le decían a su papá, mientras el otro le pegó con un clavo hasta que soltó el arma con el que pretendía acabar con la vida de su mamá.
“Le dio cuatro golpes, le quedó una cicatriz, su oreja le quedó como cicatriz partidita y dijo el doctor que por cosa chiquita no le lastimó un nervio que es como fundamental para mover”, contó María de la Cruz.
La violencia se prolongó pues por mil pesos su exesposo obtuvo la fianza que le permitió llevar el proceso en libertad.
Él vendió todas las pertenencias que ella había logrado juntar: el tanque de gas, un tinaco de agua que le entregó una asociación, el maíz que compró con el dinero de Prospera.
“El proceso jurídico muy tortuoso, muy lento (…) duró mucho porque teníamos que estarla llevando para las audiencias y cuando llegábamos allá al juez se le ocurría suspender la audiencia (…) ella no podía volver a su casa por el agresor y porque estaba vacía”, contó Jairo.
Ella no se podía ir de la ciudad por las audiencias programadas, pero tampoco volver a su casa en una comunidad rural. El tiempo lo aprovechó para curar sus heridas y las de sus hijos.
Cuando el proceso terminó y su expareja fue sentenciada a prisión, ella fue libre. Pudo viajar a otro estado junto a sus niños para volver a iniciar, comenzar a trabajar y vivir una vida sin violencia.
 
Esta publicación fue posible gracias al apoyo de Fundación Kellogg.

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